Sinopsis: En medio de una sequía que había apagado la esperanza del pueblo, Lucía apareció con una pequeña caja y una promesa insólita: dentro había semillas que solo podían germinar si se sembraban en colectivo.
Aunque muchos dudaron, un pequeño grupo aceptó el desafío. Juntos prepararon la tierra, cuidaron el espacio y, sin saberlo, comenzaron a cultivar mucho más que plantas. Lo que brotó no fueron frutos comunes, sino símbolos vivos de lo que una comunidad puede lograr cuando aprende, comparte y trabaja unida.
“Las semillas de Lucía” es una historia mágica y profundamente humana sobre el poder del aprendizaje colectivo, la educación como acto transformador y la fuerza silenciosa de la cooperación.
En el pequeño pueblo de El Jacal, escondido entre montes y nubes errantes, la vida transcurría con el ritmo tranquilo de las estaciones. La gente vivía de la tierra: sembraban, cosechaban, compartían lo justo y celebraban con lo poco. En medio de ese paisaje sereno, Lucía, una mujer de sonrisa franca y mirada brillante, se había convertido en una figura peculiar.
No era anciana ni joven, ni rica ni pobre. Pero todos coincidían en que había algo especial en ella. Algunos decían que hablaba con las plantas. Otros, que podía predecir las lluvias por el canto de los grillos. Lo cierto es que Lucía siempre sabía qué sembrar, cuándo hacerlo y con quién compartirlo.
Un día, en medio de una sequía que había agotado la paciencia y las reservas del pueblo, Lucía apareció en la plaza central con una pequeña caja de madera. La abrió con cuidado y mostró su contenido: una docena de semillas redondas, oscuras y brillantes como obsidianas.
—Estas semillas —dijo con voz pausada— no son como las demás. Solo germinan si se siembran en colectivo.
Los murmullos no se hicieron esperar. Algunos rieron con escepticismo. Otros la miraron con curiosidad. Una niña preguntó si eran mágicas. Lucía sonrió y dijo:
—No mágicas. Solo muy sabias.
Pese a las dudas, varios aceptaron participar. El grupo inicial fue pequeño: tres mujeres mayores, un maestro de la escuela, dos jóvenes y una niña que no se despegaba de Lucía. Escogieron un terreno común, uno que nadie usaba desde hacía años, cubierto de maleza y escombros.
Juntos limpiaron el terreno, removieron piedras, prepararon la tierra. Lo hicieron entre risas, discusiones y silencios compartidos. No faltaron los momentos de frustración: las herramientas eran pocas, el sol apretaba, algunos querían abandonar. Pero algo en la actitud de Lucía los mantenía unidos. Nunca ordenaba, siempre proponía. Nunca criticaba, siempre alentaba.
Cuando finalmente sembraron las semillas, lo hicieron en círculo. Cada uno colocó una, en silencio, con las manos llenas de tierra y esperanza. Lucía regó con agua de un botecito que había traído consigo y dijo:
—Ahora hay que cuidarlas, pero juntos. Si alguno falta, no crecerán.
Pasaron los días. Nada brotaba. Algunos empezaron a burlarse: "Son piedras", decían. Otros sugerían que había sido un engaño. Pero quienes habían sembrado seguían yendo, cada tarde, a regar, a remover suavemente la tierra, a proteger el espacio del viento y los animales.
Pronto se fueron sumando otros: un panadero, una mujer que había estado enferma, tres niños curiosos, un abuelo callado. Sin darse cuenta, habían formado una pequeña comunidad.
Hasta que una mañana, sin aviso, brotó el primer tallo. Era delgado, pero firme. A su lado, otros comenzaron a asomar. No se parecían a ninguna planta conocida. Tenían hojas en espiral, colores cambiantes, un aroma suave que se extendía por todo el terreno.
La sorpresa fue mayor cuando, en vez de frutos, comenzaron a brotar pequeños objetos: una libreta, una herramienta, una semilla nueva, un libro, una carta, una pequeña bandera. Cada planta ofrecía algo distinto. Y cada cosa tenía un significado para quien la encontraba.
Lucía explicó:
—Estas semillas no dan alimento al cuerpo, sino al alma colectiva. Cada objeto representa una necesidad compartida, una idea, una posibilidad. Pero sólo aparecen si se cuidan en conjunto.
Desde entonces, el terreno dejó de ser solo un huerto. Se convirtió en un espacio de encuentro. Allí se formaron grupos de lectura, se enseñaron oficios, se contaron historias, se organizaron asambleas. La gente llegaba no por las semillas, sino por lo que despertaban.
Con el tiempo, cada familia llevó una semilla a su casa, pero nadie la sembraba a solas. Invitaban a vecinos, a primos, a compañeros. Se formaron redes de cooperación espontánea. La economía local empezó a girar en torno al compartir. Lo que antes era escaso, se multiplicaba al distribuirse.
Lucía no volvió a aparecer con una caja. Tampoco lo necesitó. Las semillas ya estaban por todas partes, pero sobre todo en la conciencia del pueblo.
¿Qué nos enseña para las cooperativas y la ESS?
A veces creemos que el conocimiento, la educación y el cambio nacen del esfuerzo individual. Pero hay aprendizajes, como las semillas de Lucía, que solo germinan en colectivo. No basta con saber; hay que compartir, debatir, construir juntos.
Las cooperativas son terrenos fértiles para esas semillas: espacios donde lo que uno aporta crece cuando otros lo cuidan. La formación cooperativa no es un curso ni un taller: es una práctica cotidiana de aprendizaje mutuo, de confianza compartida, de inteligencia colectiva.
Y como en el huerto de El Jacal, cuando se cultiva entre todos, lo que brota no es solo producto: es comunidad, es sentido, es esperanza.
Reflexión final para cooperativistas
Si tienes una semilla de cambio, no la siembres solo. Compártela con otros.
Invita, escucha, aprende. Porque solo lo que se cultiva en comunidad tiene la fuerza de transformar de verdad.
Y si alguna vez dudas de por dónde empezar, recuerda a Lucía y su caja de madera:
Las semillas que valen la pena, nunca crecen solas.
🖋️ Este relato forma parte de la colección original Historias Solidarias desarrollada por Ramón Imperial Zúñiga para 5to-Principio.
Manos unidas sembrando esperanza: así comienza la magia de las semillas que solo brotan en comunidad.
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