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El espejo de la asamblea

Sinopsis: En una cooperativa donde las asambleas se tornaban cada vez más tensas y egocéntricas, un hecho inesperado cambia el rumbo de las reuniones: un espejo aparece justo frente al atril de participación. Al principio desconcierta, luego incomoda… y poco a poco transforma.

Quienes iban a hablar debían mirarse antes en el espejo, enfrentando su propio reflejo y recordando que no hablaban por sí solos, sino como parte de una comunidad. Esta historia nos invita a reflexionar sobre cómo nos vemos y cómo vemos a los demás cuando ejercemos la voz colectiva.

“El espejo de la asamblea” es una metáfora sobre la identidad cooperativa, el valor del respeto mutuo y la importancia de hablar desde la empatía, el compromiso y la pertenencia. Una historia para mirarnos a fondo, como personas y como colectivo.


En el corazón del pueblo de San Nopalito, enclavado entre colinas verdes y cafetales centenarios, se encontraba un edificio modesto pero lleno de historia: la casa comunal. Allí, bajo un techo de tejas rojas y muros encalados, se reunían los socios de la cooperativa “Raíces Unidas” para tomar decisiones importantes, resolver diferencias, elegir autoridades y compartir avances. Era un espacio donde la democracia cooperativa se vivía a flor de piel.

Durante muchos años, esas asambleas habían sido motivo de orgullo. Se decía que todo el pueblo se había formado en la palabra y el acuerdo. Las abuelas contaban cómo en ese salón se habían aprobado los primeros fondos de ayuda mutua, cómo se organizó la primera brigada de alfabetización y cómo se decidió proteger el manantial común.

Pero con el paso del tiempo, algo comenzó a cambiar. Las reuniones se volvieron tensas, largas, menos concurridas. Las discusiones se tornaron más personales, menos constructivas. Algunos socios hablaban solo para imponer su opinión, otros asistían sin participar, y unos cuantos más empezaron a ausentarse con frecuencia.

La participación ya no era vibrante; era rutina. Lo que antes era un espacio de encuentro, comenzaba a parecerse a un tribunal.

Fue entonces cuando Doña Marta, presidenta del consejo de administración, decidió actuar. Mujer de pocas palabras pero de decisiones firmes, no convocó a una reunión extraordinaria ni elaboró un discurso encendido.

Simplemente, un lunes temprano, llegó con un objeto bajo el brazo y lo colgó al fondo del salón: un espejo grande, de marco rústico, madera gastada y superficie levemente ondulada. No hizo anuncios. No pidió atención. Solo lo colgó y se sentó a esperar la próxima asamblea.

La reunión llegó. Algunos notaron el espejo al entrar, otros no. Uno bromeó: “¿Será que ahora vamos a practicar discursos frente al espejo?” Doña Marta no respondió. Como siempre, abrió la sesión con puntualidad.

Todo transcurrió con normalidad hasta que se abordó un punto delicado: el uso de un remanente económico que unos proponían destinar a mejoras de infraestructura y otros a un fondo de emergencia. La discusión escaló. Don Hilario, un socio veterano, se puso de pie con el rostro encendido y acusó al tesorero de manipular cifras a favor de sus allegados. El ambiente se tornó denso. Algunas personas bajaron la mirada, otras se cruzaron de brazos. El tesorero, visiblemente afectado, trató de defenderse, pero la tensión ya había tomado el salón.

Fue entonces cuando Doña Marta se levantó con calma y dijo:

—Antes de continuar, les pediré algo inusual. Pasen, uno por uno, a mirar el espejo que está al fondo de la sala.

Hubo murmullos. Algunos se incomodaron. Otros no entendieron el propósito. Pero como nadie quería contradecir abiertamente a Doña Marta, comenzaron a levantarse. Uno tras otro, pasaron al fondo, se miraron unos segundos y regresaron a su lugar. Algunos lo hicieron rápido, con una sonrisa nerviosa. Otros se detuvieron unos instantes más.

Cuando todos volvieron a sentarse, Doña Marta tomó la palabra:

—Ese espejo no está para que nos veamos por fuera, sino por dentro. Está allí para recordarnos que, antes de hablar, debemos recordar quiénes somos, de dónde venimos y lo que compartimos. Somos comunidad. Somos una cooperativa. Y eso significa que nuestras decisiones, nuestras palabras y nuestras actitudes nos afectan a todos.

El silencio que siguió fue distinto. No incómodo, sino introspectivo. Algunos bajaron la cabeza. Don Hilario, aún de pie, suspiró y dijo:

—Tienes razón, Marta. Me dejé llevar. Disculpen todos. Mi intención era buena, pero me equivoqué en la forma.

El tesorero asintió con un gesto de gratitud. La discusión se retomó, pero el tono había cambiado. Se escuchaban con más atención, se hacían pausas, se retomaban ideas con respeto. La votación fue reñida, pero el resultado se aceptó sin rencores. Al final, varios se acercaron nuevamente al espejo, en silencio.

Desde aquel día, el espejo se volvió parte viva de la asamblea. Cada reunión comenzaba con una breve limpieza del cristal. A veces alguien dejaba una frase escrita en su marco: “Mírate con los ojos del otro”, “Refleja tu compromiso”, “Aquí no hay rivales, hay reflejos”. La costumbre de mirarse antes de hablar se hizo común. No era obligatoria, pero era natural. Como tomar agua antes de un discurso.

Un día, una socia joven, llamada Fernanda, que asistía por primera vez con voz propia, se levantó nerviosa. Caminó al espejo, se miró unos segundos y volvió al frente. Entonces dijo:

—Hoy vine a hablar con miedo. Pero al mirarme, recordé que no estoy sola. Que aquí somos reflejos distintos del mismo proyecto. Y que si me equivoco, también puedo aprender.

El aplauso fue espontáneo y largo. No por el contenido de su intervención, sino por el gesto. Por el valor de mirarse antes de hablar.

El espejo no evitó que hubiera diferencias. Las discusiones seguían. Había desacuerdos, votaciones divididas, emociones fuertes. Pero ya no eran batallas, eran construcciones. El espejo no era un adorno, era un recordatorio. Estaba allí, callado, diciendo sin palabras: “Mírate, no estás solo. Habla con conciencia de comunidad.”

Un día, un grupo de cooperativas vecinas fue invitado a San Nopalito para un intercambio de experiencias. Al entrar a la casa comunal, lo primero que preguntaron fue:

—¿Y ese espejo? ¿Para qué lo usan?

La respuesta vino de un adolescente que participaba en el grupo juvenil:

—Es para vernos antes de opinar. Para acordarnos de que somos parte del mismo reflejo.

Reflexión para cooperativas y la ESS

En toda cooperativa hay normas, asambleas, estatutos y reglamentos. Pero eso no garantiza la unidad. Lo que une de verdad es la identidad compartida, el sentido de pertenencia, la conciencia de comunidad.

Y esa conciencia no se impone: se cultiva. Se recuerda. Se refleja.

El espejo de la asamblea no es una herramienta mágica. Es un símbolo poderoso. Representa el acto de mirarnos, no solo como individuos con ideas, sino como integrantes de un colectivo con historia, con retos y con sueños comunes.

Las cooperativas no necesitan que todos piensen igual, sino que todos se vean como parte del mismo proyecto. Y eso empieza por mirarse con honestidad, con humildad, con respeto.

Mensaje final

Antes de cada asamblea, mírate. No por fuera, sino por dentro. Recuerda que cada palabra tuya construye o destruye comunidad. Que cada gesto tuyo se refleja en otros.

Y si tu cooperativa tiene actas, reglamentos y estatutos... tal vez solo falta colgar un espejo.

No para admirarse. Sino para reconocerse. Porque una cooperativa fuerte no es la que más debate, sino la que más se reconoce como comunidad.

🖋️ Este relato forma parte de la colección original Historias Solidarias desarrollada por Ramón Imperial Zúñiga para 5to-Principio.

Antes de hablar, mírate como parte de la comunidad.

Autor del Artículo:

Ramón Imperial Zúñiga

Socio fundador de la Academia Online 5to-Principio y la Cooperativa PINOS, Consultor en Cooperativismo y ESS especialista en Estrategia y Gobernanza, Reconocido escritor con 40 años de experiencia internacional en liderazgo cooperativo.

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